viernes, 6 de enero de 2012




El ojal

A Nora, sabedora de prodigios.

Doña Reme probablemente sabía que aquella noche era la última que iba a pasar en compañía de la aguja. Porque uno ignora cuánto, y a veces cómo vive, pero no el momento en que le llega su hora. Y más si te mueres de viejo, como Doña Reme. Estaba a punto de cumplir los 99 años, y la verdad es que no se podía quejar. Salvo algunos aguijonazos de la artrosis, que últimamente le hacían coser con dificultad, lo cierto es que la vida le había tratado bien, al menos en lo que a salud se refiere. Y, desde luego, lo que tenía claro es que no quería ser la típica abuela centenaria y convertirse en una estúpida estadística, rodeada de una horda familiar que no sabes muy bien si celebra lo mucho que has trasegado o lo poco que te queda. Ya tenía visto bastante, y lo que restaba no despertaba en ella la más mínima curiosidad. Eso ya quedaba para que los otros, los que venían detrás, cumplieran también su ciclo, como todo hijo de vecino. Así que, mientras estaba sobrehilando el ojal de aquella blusa recuperada de un viejo retal de organdí, algo amarillento pero de una textura inigualable, doña Reme sintió cómo le invadía un cosquilleante vahído. «Esto debe ser», pensó. Apoyó con suavidad sus blancos y arqueados dedos sobre la tela y se fue tan ricamente.

Aun en su último suspiro, Doña Reme permaneció aferrada a la aguja, igual que el general Custer a su sable en la batalla de Little Be Horn. El hilo de seda que conectaba con el inconcluso ojal era como el cordón umbilical que le unía a la pasión de su vida, la costura, porque de otras pasiones fue poco pródiga, la pobre. Doña Reme se fue al otro mundo sin conocer varón, ni nada que se le pareciera; ni otros abrigos que los de su manta zamorana, ni otros destellos que los de la bombilla de la cocina, ni otros susurros que los de su gato Chisco. Cosió y cosió durante horas, días, años, décadas, casi un siglo. Y cada puntada era un retazo de infinidad de sensaciones inconexas sólo urdidas en su cabeza y de mundos desconocidos que no acertaban a manifestarse con claridad y coherencia. Puntada tras puntada, doña Reme se fue al otro barrio tal vez en busca de una explicación y quizá de otra oportunidad. Y en ese preciso momento, por no se sabe qué azares de la química orgánica, aquél ojal nonato y todavía ciego —la abertura de un ojal es lo último que se hace— sintió un fuerte tirón cuando la mano yerma de la anciana resbaló por la pechera de la blusa, y se echó a vivir.

Se desconoce todo sobre la procelosa existencia de los ojales. No hay documentos orales, ni escritos, y en absoluto digitales, que acrediten si un ojal siente y padece; y mucho menos de qué guisa. Y para colmo de males, aquel ojal no era un ojal cualquiera. Era el último ojal antes de llegar al cuello; o sea, condenado al más oscuro de los ostracismos. Porque, de todos es sabido que el último ojal antes de llegar al cuello de una blusa femenina –o el primero desde éste, según se mire—nunca se abrocha, salvo que padezcas de bronquitis crónica o quieras acabar tus días en un convento. Así que aquel ojal, en adelante O, no tenía nada que hacer.

O, y el resto del hilado de organdí, fueron a parar al fondo del cajón de una destartalada cómoda de tía Reme. Su hermana lo depositó con santa devoción y solemnidad, como se coloca un cáliz en un sagrario. «¡Ay, mi Reme!», musitó mientras colocaba la primorosa pieza en el oscuro y enmohecido catafalco. «¡Pobre tita!», añadió una sobrina nieta de la finada que se sumó al textil ceremonial contemplando la historiada blusa como quien admira una codiciada pieza de museo. Ite misa est.

Resignado con su penosa e indefinida reclusión, el infeliz O pasó unos días mascullando su infortunio hasta que se sumió en un profundo letargo. Así transcurrió el largo y frío invierno sin advertir siquiera que, cada día, la lozana sobrina nieta de Doña Reme abría aquel cajón y deslizaba con extremo cuidado, una y otra vez, su mano adolescente por la suave superficie de la blusa. Y aun atenazado por el sueño profundo, O percibía una reconfortante y calida sensación cuando los dedos de la niña rozaban sus pespuntes. Pero como no hay mal que cien años dure, una ráfaga de luz —que muy probablemente fuera el sol— irrumpió de súbito por una rendija del cajón y fue a posarse en la mismísima panza de O. El ojal volvió en sí y se desperezó como buenamente pudo, dadas sus limitaciones. En ese instante la joven abrió el cajón y tomó la blusa en sus manos. Nada mejor que aquella deslumbrante y primorosa hechura para recibir con todos los honores a la primavera.

El desconcertado y semidormido O percibía los vaivenes a los que la excitada criatura sometía a la blusa. Ensimismada, la acercó al pecho y, con los ojos cerrados, se entregó a una pausada danza, casi iniciática, mientras los poros de su expectante piel se iban abriendo ante el reclamo irresistible de los primeros fulgores de la mañana. Todo era despertar. Sin que sus pies dejaran de moverse, los dedos de la muchacha fueron, poco a poco, desasiendo cada uno de los botones de los ojales de la blusa. Todos menos, claro está, el correspondiente al pobre O, que, como ya hemos aclarado más arriba, era el último antes de llegar al cuello o el primero visto desde éste, según se mire, y, obviamente, no estaba abrochado. Ni siquiera el ojal se encontraba abierto porque, como también se dijo, Doña Reme se nos despistó del mundo de los vivos antes de rematar la faena. Su sobrina nieta dejó que el camisón resbalara por su cuerpo, y, como una princesa antes de la coronación, enarboló la blusa con la solemnidad que requería un acontecimiento de tal calibre. Y la princesa se transformó en reina y el cielo le brindó toda suerte de reverencias.

Seguidamente, la pimpollita comenzó la operación inversa, y aquellos botones redondos y anacarados fueron acoplándose de nuevo a sus aberturas y ciñendo la blusa, con inusitada precisión, al grácil contorno de la chica. Sólo el espejo fue testigo del nacimiento de aquella diosa. Entretanto O, en un sinvivir, aguardaba que llegara su ansiado momento de gloria. Pero la maniobra de abotonadura se detuvo, como era de esperar, en el penúltimo botón antes de llegar al cuello, o en el segundo visto desde éste, según se mire, y a O se le congeló lo más parecido a la sangre. La abertura de la blusa dejaba al descubierto la vertiente de los hermosos pechos de la joven, y aquella visión complació gratamente a nuestra recién estrenada Venus, que no paraba de girar a derecha e izquierda mientras se apretaba el talle con las manos. Nunca había reparado en su belleza; nunca había proyectado su incipiente desnudez hacia el horizonte de los sueños. No sabía de hormigueos, ni de calenturas, ni de que en la frontera entre el estómago y el pecho habitan millones de mariposas revoloteando sin parar en busca de un confín y de un sosiego que a veces nunca llega, como nunca le llegó a la autora de aquel prodigio que había roto, casi por azar –o tal vez no–, ­el himen que separa la infancia de la adolescencia.

No se sabe, y los anales de la historia de la gente corriente no recogerán hechos parecidos, por qué la ex niña se zambulló entonces en la memoria de Doña Reme. Ni cuál fue la causa –tampoco se sabrá nunca– de que una lágrima embadurnada de infinita ternura se escapara de la comisura de sus renovados ojos y fuera a depositarse (recorriendo un itinerario que no viene al caso) en la mismísima panza de un perplejo O, ya resignado a no entender absolutamente nada. Tampoco se tienen nociones, ni se tendrán, de los complejos mecanismos que alimentaron al repentino y extraño pudor que condujo a la joven, en contra de cualquier pronóstico, a intentar llevar el último botón antes de llegar al cuello –que como estamos hartos de decir, nunca se abrocha– a su desprogramado destino: o sea, O. Ni de qué principio del más rancio y edulcorado folletín hizo que la chica, para culminar el propósito, rompiera la membrana que impedía la impensable cópula entre el botón y el dichoso ojal con la punta de una estrella que, lo que son las cosas, pasaba jubilosamente por allí. Y para colmo, jamás se podrá comprender, por mucho que esto sea un cuento, qué clase de prodigio onírico logró el milagro de que la sonrisa cómplice, maliciosilla y satisfecha de Doña Reme se proyectara en el fondo del espejo, y que ojal, doncella y anciana reaparecida estuvieran más contentos que unas pascuas, y que todo aquél soberano desatino fuera animado por un celestial concierto de violines que, a saber a santo de qué, irrumpió, para mayor abundamiento, en la esplendorosa escena final.

En circunstancia alguna, y ni siquiera Google podrá dar cuenta de ello, se conocerá por qué pasan estas cosas. Pero pasan. Y, con absoluta seguridad, son las que permiten que el mundo siga girando.  


Juan Carlos Avilés
09/2011